La realeza

Este parece ser el destino de todos los seres humanos: ser reyes en su sentido más primigenio. Hijos de Dios, reyes de sí mismos. La realeza que ocupa los espacios sagrados mediáticos es solo un tenue reflejo de la verdadera realeza que estamos llamados a ser. Por eso llaman la atención, porque son un espejo de lo que queremos ser: libres y eternos.

La realeza

En el mundo que conocemos, las llamadas revistas del corazón o prensa rosa están bien implantadas desde hace décadas, y proliferan ahora en internet. Las hay, de una u otra forma, en todo lo que llamamos mundo occidental. Espacios donde, con un desparpajo más o menos mesurado, se pasa revista a cualquier banalidad de la beautiful people o gente guapa, esa gente que va desde los reyes propios y ajenos, a la aristocracia chic y famosos varios: actores y actrices, modelos, influencers –menuda palabra para menudo oficio. En resumen, de aquellos que levantan cabeza en esta sociedad en la que ha de saberse lo más íntimo de los demás, y no tanto lo de uno mismo.

El fenómeno se ha visto hoy amplificado en las redes sociales que, al parecer, son las que mandan y dictan lo que se ha de decir, de quién y en el tiempo y lugar adecuados. Para la ruina o la gloria.

Iluso de mí, siempre desprecié estos medios, porque ignoraba entonces lo que en el fondo significan, el capital humano y psíquico que mueven y los niveles de interpretación que esconden.

Es bien sabido que aquello que no nos perdonamos a nosotros mismos o escondemos con mucho celo –infidelidades, enredos fiscales, fiestas por todo lo alto, moral laxa o muy laxa…– se los perdonamos alegremente a quien luce presencia y figura en estos espacios privilegiados, algunos sostenidos con dinero público.

Bueno, pero ¿qué tipo de fascinación ofrece la vida privada de las personas que, por el hecho de aparecer en los medios públicos, gozan del prestigio de lo que voy a llamar realeza? La realeza, en tanto que estado y privilegio de reyes y reinas, y su entorno íntimo, en todos los tiempos, los que llevaban “vida de rey”.  Además, claro está, la imagen que tenía de ellos y la actitud que adoptaba el pueblo no soberano: sumisión, temor, reverencia, admiración, envidia, imitación… y, no pocos, odio, aversión y demás.

Es decir que lo que se aprecia en estas miradas –positivo o negativo– tiene que ver con el sentimiento, la emotividad, el subconsciente, el corazón, aquello que tiene vida propia y rara vez dominamos. O sea, que regían y rigen las emociones.

Me he preguntado muchas veces a qué viene esta admiración y reverencia de origen tan lejano, que ha atravesado revoluciones, decapitaciones y exilios reales; cambios radicales en los roles de mujeres, personas de otras razas o condición sexual diferente, pues siguen perviviendo en nosotros como una liturgia profana, a veces tan cercana a la liturgia religiosa, que no podríamos distinguirlas.

A falta de religiones cuyos postulados seguir, –tal ha sido el descrédito en que han caído, es necesario que ese espacio sagrado de nuestra conciencia tenga alimento de una u otra forma. En nuestro tiempo las tribunas, los altares y palios han sido sustituidos por espacios donde cada uno –pues el individuo es sagrado y el pueblo soberano desde la Revolución francesa– puede expresarse libremente, ya sea de hecho u opinión, o a través de la creación pura y dura de la llamada posverdad, voz definida por el Diccionario la RAE como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

Hubo un tiempo en que los reyes eran a la vez sacerdotes y profetas, lo que les confería un aura y un poder sobre el pueblo como si fueran la divinidad misma, cuyos designios transmitían a su gente. Pensemos en los jueces y reyes de Israel –Samuel, Saúl, David, Salomón, etc.– cuya unción venía directamente de Dios a través de sus sacerdotes, lo que suponía estar en el lugar adecuado de la verdad y el poder. Era una época en que el ser humano era más primitivo y tribal; y vivía con patrones y creencias colectivas. Es a partir del cristianismo en el Imperio Romano y, antes, en la Grecia clásica, cuando se desarrolló en Occidente un prototipo de individualidad que supuso la existencia de un alma individual con libre albedrío; ya seas patricio, plebeyo o esclavo, hombre o mujer, judío o gentil, tienes un alma y una idiosincrasia propia.

Nos hemos referido a los lugares sagrados, pues bien, hablemos de los templos.

Ya en los sesenta del pasado siglo dijo McLuhan “el medio es el mensaje”, o sea, tú eres donde “te muestras”. Y el espacio privado, convertido ahora en público, es el lugar donde se expone lo sagrado.

Lo que se expone en un espacio sagrado de difusión mediática –media-templos, redes-templo–tiene ese poder de fascinación, porque al ocupar ese lugar privilegiado donde ponemos el corazón, que es el impulso principal, añoramos, aunque sea por un instante, ese pedestal que dan los nuevos lugares sagrados. Porque nosotros queremos, en el fondo de nuestra alma y con todo derecho, ser reyes. Solo que casi nunca apuntamos al trono verdadero y, por pura ignorancia, llenamos el escenario de figuras desenfocadas, de héroes o monstruos de verdad o de plastilina, de variopintos cuerpos, de sombras en la caverna.

Afortunadamente, de esos espacios se sale con la misma rapidez con que se entra; y lo que era un templo se convierte en un carnaval.

¿Por qué se toman como sagrados esos lugares? Porque tienen la palabra o en ellos se dicen las palabras de la tribu, las que llegan a la mayoría. Antes se decía “lo dice el Libro (la Biblia), o el libro (cuando el libro imprimía autoridad)”, luego “lo dice la TV”, y ahora “ha aparecido en internet”, el circo de la vida de hoy.

Teniendo en cuenta que los medios y redes han tomado hoy el lugar de lo sagrado y quienes aparecen en ellas representan a los seres ungidos, lo sagrado se ha desacreditado paulatinamente, no por falta de público, sino por falta de contenido sagrado. Podríamos decir que, como en la caverna de Platón, solo vemos y actuamos bajo el impulso de las sombras, y rara vez desde la luz que las hace posibles. ¿Por qué? Una serie de obstáculos o entidades intermedias hacen que la luz original se convierta en una sombra o un simulacro.

 

El peso de este mundo es amor.

Bajo la carga de la soledad,

bajo la carga de la insatisfacción,

el peso que cargamos es amor.

 

Este es el comienzo de un poema de A. Ginsberg, poeta norteamericano de la generación Beat o beatneak.

Ese amor que ha entrevisto el poeta es la energía cósmica, divina, el amor universal, aún sin pasar por los filtros humanos que desfiguran su potencia y claridad; y nuestra sed de una fuente de luz pura es saciada por una representación de personajes de entremés en los espacios mediáticos: la realeza.

La energía universal es una. Depende del estado en el que la absorbamos, del estado de conciencia con el que la percibamos, para que veamos un camino claro o un espacio turbio. Y no hablo con criterios morales, sino pura y simplemente energéticos, de la simple escala de pureza del aire que respiramos, como de las diferentes octavas de una escala musical.

En general, hoy se piensa –y cuándo no– que el ideal de la tribu es la acumulación de poder, dinero, gloria. Los simulacros de la verdadera luz, que es discernimiento, compasión, amor desapegado. Estamos tratando con la única energía de la vida, solo que en diferentes grados de vibración y representación.

En Las bodas alquímicas de Cristian Rosacruz (1616), obra de Joannes Valentin Andreae, se habla de “encarnar la realeza”, es decir, de alcanzar, a través de un proceso alquímico, la unión del rey y la reina, los aspectos masculino y femenino de nuestro ser, el Alma y el Espíritu: la liberación, a través de la comprensión de primera mano de lo que somos y de lo que es en verdad la vida.

El proceso alquímico conlleva la posesión de un anhelo, un toque de llamada, y la puesta en marcha de un camino de purificación interior, en el que, a través del fuego aportado por las fuerzas del camino, –las fuerzas gnósticas, del conocimiento–, se diluyen todos los fantasmas pasados y presentes. Entonces, podemos atisbar algo de lo que realmente somos: el ser humano original, el rey que sabe quién es, el Odiseo vuelto a su Ítaca verde y humilde.

Este parece ser el destino de todos los seres humanos: ser reyes en su sentido más primigenio. Hijos de Dios, reyes de sí mismos.  La realeza que ocupa los espacios sagrados mediáticos es solo un tenue reflejo de la verdadera realeza que estamos llamados a ser. Por eso llaman la atención, porque son un espejo de lo que queremos ser: libres y eternos.

El tiempo hablará para quienes están y, sobre todo, para quienes son.  Porque, en el fondo, solo se trata de ser o no ser.

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Fecha: enero 16, 2023
Autor: Pedro Villalba (Spain)
Foto: Maddy-Peppa - PINTEREST-CCO

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