No nacemos por voluntad propia. Recibimos esta vida y, con ella, una fecha de caducidad, que tampoco es fijada por nosotros. Y vamos creciendo, viviendo, haciendo las cosas que normalmente todas las personas hacen: crear una familia, trabajar, pagar facturas, darnos gustos particulares, envejecer…
El tiempo pasa y nuestra vida se extingue. Vivimos en un mundo en constante transformación, donde nosotros, aun contra nuestra voluntad, cambiamos simplemente por la acción del tiempo. La persona que éramos de niños, luego adultos y después ancianos, se constituye, con muchas variables, a través de los valores, la percepción del mundo y la consciencia que vamos adquiriendo a lo largo del tiempo.
Y a pesar de que estamos atrapados en este camino del tiempo, hemos emprendido cambios personales. Estudiamos, conseguimos cambiar hábitos -nos esforzamos por ser más saludables, más productivos en el trabajo, más cultos-, pero no conseguimos romper con nuestra limitación fundamental: la de ser una consciencia egocéntrica, que ve el mundo desde una perspectiva separada del todo.
Nuestra consciencia egocéntrica puede incluso ser una consciencia ego-ampliada. Podemos tener compasión por los animales, por el planeta en que vivimos, podemos ampliar nuestro ego personal a un ego familiar, que percibe a su familia como la cosa más importante y busca protegerla; podemos incluso expandir nuestra consciencia al ego de un país, que eventualmente podría enfrentarse a otros países. Pero, por mucho que ampliemos esa consciencia a núcleos mayores, seguimos siendo seres fundamentalmente egocéntricos y lo demostramos a la primera ocasión en que pisan nuestro callo y reaccionamos, listos para devolver el golpe, atacar, o huir, en caso de que tengamos miedo.
A pesar de ello, muchas personas, en general la mayoría de las personas, siguen aparentemente satisfechas con sus vidas, dejando que el camino del tiempo las lleve sin preguntarse mucho por qué la vida es así, qué espera de nosotros y quiénes somos realmente.
Otras personas se sienten como Bill Murray en la película El Día de la Marmota (1993). En ella interpreta a un reportero que, por razones desconocidas, queda atrapado todos los días en el mismo día, el día en que él hacía el reportaje sobre la tradicional conmemoración en una ciudad de las supuestas previsiones meteorológicas de una marmota. Se despierta siempre el mismo día y todo se repite, causándole ello una profunda angustia.
Hay personas que sienten inquietud por el correr de los días, tal como el reportero de la película, como si estuvieran atrapadas en un “déjà vu”, y por eso parten en busca de un sentido más amplio para sus vidas. Tales personas son almas que han madurado en el girar de la rueda de la vida y de la muerte, la rueda que en la India llaman Sámsara. Según esta visión, las experiencias de la vida tienen como objetivo recordarnos que hay una consciencia más profunda en nuestro ser, que no es egocéntrica, que proviene del Todo y es eterna, y con la que podemos sintonizarnos por completo.
Esta consciencia está vinculada al aliento de una vida plena. Si la descubrimos interiormente, podemos desvelar el verdadero sentido de nuestra existencia. Esa es la tarea que tenemos como pasajeros de este viaje. Todos somos «pasajeros» o «viajeros», comprometidos en un viaje del que hemos oído hablar innumerables veces, a través de historias contenidas en películas y libros, o incluso transmitidas oralmente por los ancianos (en el caso de comunidades tradicionales). Viaje que, a pesar de repetirse una y otra vez, desconocemos casi por completo.
Desde este punto de vista, podemos entender los cambios en la actitud del reportero de la película después de darse cuenta de que estaba atascado en un círculo vicioso. En los primeros «días repetidos» su actitud fue de negación e irritación: la idea de permanecer por tiempo indefinido en la ciudad, en la fecha conmemorativa y en el trabajo que él odiaba, era aterradora. Sin embargo, pronto el personaje se da cuenta de que podría sacar provecho de la situación. Su actitud confirma entonces la imagen arrogante y egocéntrica que contempla el espectador al principio de la película: ahora es un especulador astuto, un aprovechado, que recoge información un día para usarla en su beneficio al día siguiente. Y, habiendo llegado a ser muy bueno en ello, utiliza sus habilidades para intentar conquistar a la mujer que él creía era el amor de su vida. Sin embargo, las habilidades adquiridas a través del engaño y el egoísmo no fueron capaces de ayudarle a tener éxito en ese intento. El resultado fue la frustración, que se extiende al conjunto de su vida. Vencido por el aburrimiento y la angustia, se suicida varias veces, despertándose siempre a las seis de la mañana, en la misma habitación de hotel y con el mismo disgusto.
En esta historia podemos ver una representación del referido viaje del ser humano en busca del sentido de la vida.
Despertamos a esta búsqueda cuando percibimos el vacío esencial del paso del tiempo, cuando sentimos plenamente que, de hecho, «no hay nada nuevo bajo el sol». Es como si todo siempre se repitiera, y esa repetición nos causa disgusto.
Pero con la capacidad de observar recién adquirida nos sentimos tentados a convertirnos en dueños del tiempo y, ante la previsibilidad del mundo, creemos haber encontrado la llave de la sabiduría, la misma llave que abriría la prisión del tiempo. Craso error. En realidad, solo percibimos la existencia de algo grandioso, tan grandioso que sería capaz de llenar el vacío abierto por la percepción del ciclo repetitivo. Pero el proceso de transformación de consciencia no se consumó. Pues aún sigue siendo nuestra consciencia egocéntrica la que guía nuestras acciones; y es con ella con la que nos acercamos a aquel «algo grandioso», con la certeza de conquistarlo. Y cuando nuestras expectativas se frustran, nos damos cuenta de que nada ha cambiado realmente, seguimos siendo prisioneros del tiempo.
Es entonces cuando, si el anhelo es genuino, nuestra capacidad de observación se eleva a un nivel superior y pasamos a encarar el tiempo sin ansiedad ni expectativa. Al igual que sucedió con el reportero de la película, estamos convencidos de que las acciones egocéntricas no pueden ayudarnos a encontrar el sentido de la vida, y después de habernos aferrado a un auto-olvido, dejándolo atrás, ahora se aclara nuestra visión y se disuelven las ilusiones sobre nosotros mismos y el mundo.
Nos acostumbramos a mirar hacia afuera y a percibir todo desde afuera hacia adentro, y pensamos que los cambios también tienen que suceder de afuera hacia adentro, pero, como decía Gandhi, «tenemos que ser el cambio que queremos ver en el mundo». Un cambio fundamental y real de consciencia solo sucede a partir de ese núcleo de nuestra consciencia que no es egocéntrico, ni susceptible a la mutabilidad de las cosas. A partir del momento en que ese núcleo es vivificado, surge una nueva percepción, una consciencia que nos eleva desde la condición de prisioneros del tiempo a la libertad y la consciencia de nosotros mismos, como sucedió con el reportero de El Día de la Marmota.