Érase una vez una gota que deseaba no tener que evaporarse nunca. La gota temía que en el momento en que esto ocurriera perdería su forma y su identidad; y dejaría de existir.
Su vida actual la hacía pasar por ventanas, canalones y alcantarillas, y acumulaba todo tipo de recuerdos de su breve existencia.
A la gota le habían dicho que su forma esférica se debía a una atracción magnética interior que la definía e individualizaba. Su superficie curvada era el resultado de la tensión superficial, manifestada en los bordes de su ser, que la gota entendía como su «yo».
Sin embargo, e inevitablemente, llegó el momento que temía. Bajo el sol del mediodía, la frágil gota comenzó a evaporarse. Se convirtió en luz, se elevó a gran altura y siguió existiendo en las blancas nubes del cielo. Se sintió tranquila en aquel confort brumoso, pero el «cielo» tampoco la acogería para siempre.
En un día de tormenta, las nubes fruncieron el ceño. Entre los relámpagos que dominaban el espacio, la pequeña gota comenzó a condensarse. Convertida de nuevo en gota, se derramó como lluvia y cayó del cielo.
Mientras caía, divisó un vasto y misterioso océano. La gota caía hacia ese océano: ese era su destino… allí caería la gota.
Su fin estaba cerca, pues ¿cómo podía ser gota y océano al mismo tiempo? Esta vez, su hermosa forma redonda se perdería para siempre y, desde luego, no sería reconocible en la masa azul del mar. Nadie podría señalarla y decir: «¡Mira! Ahí está la gota que la semana pasada corrió por mi ventana».
Al tocar el océano, las dos formas se fusionaron, y este fenómeno le hizo ver que en la gran masa de agua estaban presentes las mismas fuerzas magnéticas que antes la individualizaban como gota. Sin embargo, tales fuerzas unían ahora la gota con el Todo.
La gota comprendió que llevaba en sí misma la esencia de la individualidad y, al mismo tiempo, la de la Unidad. La diferencia estaba determinada por su orientación: hacia sí misma o hacia el Todo.
No se sabe si la pequeña gota de antes conservaba sus recuerdos de árboles, ventanas, canalones y alcantarillas… recuerdos de ser arrastrada por el viento o de brillar en el ala de un pájaro. Quizá eso no sea tan importante después de todo.
Hoy la gota se mueve por un espacio azul infinito, en comunión, desvelando los secretos del profundo y enigmático océano.
Ante ella se despliegan innumerables posibilidades de existir. La gota podría deslizarse entre la espuma de las olas, en el constante ir y venir de los mares, o incluso observar a los seres luminiscentes desde el profundo abismo.
Podría relacionarse con seres microscópicos o gigantescos, disfrutar de la profusión de colores o de las extrañas y bellas criaturas que viven en los corales.
Incluso podría, a través de su esencia, ser todo esto en la eternidad; y luego volver a la tierra, regar el suelo, nutrir las plantas y completar el ciclo de una existencia que se entrega a sí misma. ¡La gota se ha vuelto tan vasta como el océano!