Con la llegada de las aplicaciones de comunicación instantánea hemos creado una verdadera «aldea global», en la que interactuamos entre nosotros independientemente de la distancia. Compartimos fotos, videos, audios y todo. Estamos hiperconectados. Hoy en día, ya no es aceptable no dar noticias cuando estás lejos, en reuniones de negocios o en actividades de ocio. Todos los que tienen un teléfono móvil, un celular, por ejemplo, pueden comunicarse e interactuar mínimamente.
Las redes sociales y aplicaciones de mensajería instantánea nos permiten tener tantos amigos como queramos, incluso de varios países. Mejor que eso, podemos estar más cerca de los amigos que ya tenemos y de nuestros parientes. Tal vez podamos conocerlos mejor, pues la vida de todos está cada vez más expuesta para quien tenga tiempo de seguir sus perfiles tan bien preparados. Además, estar personalmente con alguien es realmente un poco agotador, a veces llega a ser una molestia. Sin contacto corporal, teniendo que lidiar sólo con proyecciones, la convivencia a veces se vuelve menos problemática. Y eso suena tan bien que la idea de acceder a nosotros mismos virtualmente tiene un gran atractivo. ¿No sería deseable tal simplificación en la relación con nosotros mismos? Mensajes rápidos, cortos y prácticos serían un gran instrumento para dar directrices a nuestro propio ser, ya que frecuentemente pecamos por exceso de palabras y de complicaciones.
Sin embargo, disponer de una conexión consigo mismo, tan eficiente como la de las aplicaciones que utilizamos, es algo que parece estar muy lejos del alcance del ser humano. Estamos hipoconectados cuando el tema somos nosotros mismos. «Hipo», lo contrario de «híper», es menos, poco. O sea, que a medida que estamos conectados 24h con el mundo exterior, cada vez olvidamos más conectarnos con nuestro mundo interno. Olvidamos cómo tratar con nuestro «perfil», evitamos (o no queremos) «añadirnos» en nuestra propia red de contactos: no consideramos el diálogo con nosotros mismos. Como perdidos en esa red virtual, condicionados por sus diversos mecanismos, seguimos buscando un camino para la realización de cosas más significativas, que satisfagan nuestro anhelo por algo indefinido.
Cada notificación de Facebook es la promesa de una novedad salvadora, una esperanza siempre renovada, pero repetidamente frustrada. Los cientos de mensajes acumulados en los grupos de Whatsapp, que van desde «Buenos días» a vídeos de violencia explícita, nos dan una idea de lo pesada que se ha vuelto la tarea de mantenernos conectados. Es una tarea que, paradójicamente, nos cuesta bastante tiempo, pues, si es verdad que ya no necesitamos esperar días y meses para recibir la respuesta de una correspondencia, también es verdad que hoy «consumimos» y compartimos información inútil, y en cantidad tan grande que no podemos leer ni responder a todo. La velocidad instantánea de la conectividad y la cantidad de información que recibimos fuerzan el contacto superficial y la banalización de significados. Con la velocidad de las comunicaciones, en vez de tener más tiempo, sólo se ha intensificado el flujo de información. Es el mito de Sísifo en su versión posmoderna.
¿Acaso el desarrollo tecnológico no ha sido capaz de librarnos de la ingrata tarea de empujar una piedra montaña arriba? La respuesta parece ser «no». Sin embargo, sería injusto e ingenuo atribuir al desarrollo tecnológico la causa de nuestros nuevos males. En primer lugar, porque son nuevos sólo en apariencia y, en segundo lugar, porque los dispositivos que utilizamos son sólo instrumentos o canales que se prestan a los fines que les hemos asignado. La prisión en la que muchos de nosotros nos encontramos con respecto al «mundo virtual» no se diferencia esencialmente de nuestra prisión en cuanto al «mundo real». Se trata de una prisión interna. Somos prisioneros de la ansiedad, inseguridad y desesperación. En tal condición, siempre experimentamos los factores externos a nosotros como castradores de nuestra libertad.
Si hay que hacer algo para remediar la difícil situación del ser humano, el punto de partida debe ser él mismo. Y aquí tampoco hay nada nuevo. La necesidad de una reforma interior viene siendo subrayada desde los inicios de nuestra historia en las diversas escrituras sagradas que conocemos e incluso en las grandes obras literarias y filosóficas de la humanidad. La búsqueda del eslabón perdido, el regreso al hogar, el despertar a una verdad familiar pero olvidada – todas estas imágenes se refieren al anhelo por la conexión interior mencionada al principio. ¿Hasta dónde podemos llegar para alcanzar esa conexión? Para tener una respuesta a esta pregunta, basta con verificar dónde hemos llegado en el punto actual de nuestro viaje. Pues no sería descabellado estipular que todo lo que emprendimos hasta aquí es la expresión de ese anhelo, aunque su objeto permanezca indefinido para nuestra consciencia.
Si estamos en lo cierto en seguir este camino de reflexión, entonces, mirando las marcas de nuestro pasado estamos obligados a concluir que la falta de conexión interior ha sido motivo de gran dolor. El ser humano ha demostrado que no sabe vivir dividido. Quizás lo que las Escrituras quieren decir cuando hablan de vencer a la muerte es justamente la eliminación de la escisión presente en nuestro propio ser. Estar conectados a nosotros mismos equivale a romper los grilletes que nos atan a nuestras angustias, significa estar conscientes del designio que da dirección a la vida y del papel que representamos en ella. Deshacer las barreras que nos separan de nuestra esencia, más que acercarnos, nos une. Por esta unión nuestra alma aspira con mucho más vigor que por cualquier otra cosa. Que podamos, entonces, elevar la hiperconexión que la tecnología nos ha proporcionado a un nivel más elevado, hacia dentro de nosotros, de manera que disolvamos todo lo que nos limita y transforme todo lo que somos.