El camino del aventurero espiritual no se acaba tras triunfos insignificantes, sino que lucha de forma valiente contra la oscuridad dentro de sí mismo. Deja que la luz lo invada.
Vivimos en una época carente de aventuras naturales. El progreso de la civilización ha eliminado muchos de los peligros que amenazaban la vida diaria en tiempos pasados. Los peligros colectivos que hemos creado no suelen ponernos ante una aventura personal. La necesidad de seguridad ha aumentado, pero el ser humano, especialmente cuando es joven, quiere aventuras y también los ancianos todavía necesitan cambios y emoción. Podemos ver, por la curiosidad insaciable de los niños, que este fenómeno es algo innato. Los pequeños exploran y prueban todo lo que se les presenta y no se preguntan si puede ser peligroso. A esto se le llama juego, aunque sea algo muy serio, pues sin este fundamento la personalidad no puede alcanzar la madurez necesaria para tomar más adelante las riendas de su vida.
Los medios de comunicación diseñan aventuras para todas las edades, de modo que el aburrimiento y las tensiones producidas por el miedo puedan ser neutralizados, aunque sea por poco tiempo, y así los consumidores puedan seguir el impulso de algo nuevo sin correr riesgo. La comercialización del deseo de aventura sirve a los procesos de producción. Por lo general, la necesidad usualmente inconsciente de algo realmente nuevo, el anhelo fundamental de la verdad absoluta, se canaliza hacia los canales que tan bien conocemos y no llevan a ninguna parte. La creatividad sufre y se bloquea la salida al anhelo.
Como el ser humano quiere ser diferente de lo que es, necesita objetos con los que identificarse. Por lo general, con diferentes personalidades, pero también puede querer identificarse con un país extranjero de aspecto misterioso. Entonces, reserva paquetes turísticos basados en su instinto de aventura. Para aquellos a quienes les gusta identificarse con un héroe, Harry Potter está disponible. Pero los objetos de identificación neutralizan una parte considerable del riesgo real. Con cada uno de ellos el riesgo de verdad se deja manipular a su manera. La aventura se convierte así en una imitación.
¿Significa esto que las personas deberían emprender aventuras peligrosas? ¿No será que detrás del aventurero “real”, además de la curiosidad y el triunfo sobre sus propias tensiones provocadas por el miedo, hay un deseo exagerado de “rendimiento imaginario”? A diferencia de lo que ocurre con el trabajo como necesidad o deber cívico, un gran logro representa algo que uno realmente no necesita realizar, es decir, algo superfluo. Incluso puede convertirse en un acto compulsivo, pues el sentimiento de triunfo es temporal y siempre se quiere más.
¿Por qué la búsqueda en mil direcciones nunca termina?
Damos vueltas en círculos siempre que anhelamos algo nuevo y mejor. ¿Por qué la búsqueda en mil direcciones nunca termina? ¿Podríamos aspirar a un tipo completamente diferente de «logro», uno que no sea superfluo? ¿Podría ser uno que vaya más allá del imperfecto mundo ordinario hasta un mundo completamente diferente? Pues bien, ese otro mundo existe. Hay una pequeña chispa de ese mundo divino olvidado en el corazón de cada uno, esperando a que nosotros, como seres de este mundo, lo reconozcamos y le ayudemos a brillar de nuevo.
El proceso que conduce hacia la luz es una aventura interior. Requiere que estemos abiertos a dejarnos sorprender por lo inesperado. Requiere coraje. El buscador de la luz aprende a conocerse a sí mismo y al mundo común tal como son, sin maquillaje, con todas sus imperfecciones y contradicciones. Él enfrenta con valentía lo que ve. Es la lucha del héroe contra la oscuridad en sí mismo. Por un lado, se da cuenta de que participa de ese miedo del mundo ordinario, que teme su desaparición. Por otro lado, siente el surgimiento del mundo divino en su interior como una nueva fuerza y se dirige hacia ella. Deja que la luz venga hacia él.
En latín, advenire significa «acercarse» o «llegar», etimología de la palabra «aventura». Esto también nos remite al término adviento (en latín, adventus: llegada). Juan es el precursor, quien espera la llegada de la luz y quien la acerca. Él es el habitante de la tierra que va más allá de sus propias posibilidades y le dice sí a la aventura del proceso de autoconocimiento; el que, con la necesaria perseverancia, conduce el conocimiento de Dios a su propio corazón. Cuando el Espíritu desciende y le toca en la vida ordinaria, se convierte en luz en el corazón. Y todas las imitaciones de la luz se desvanecen.
No solo los medios de comunicación nos brindan imitaciones sobre la aventura, sino que el ser humano se las suministra a sí mismo cuando no quiere conocer su naturaleza espiritual. Y, sin embargo, las imitaciones pueden incluso ayudarnos si estamos atentos y si no dejamos de intuir algo de la verdad que está detrás de las cosas. Como decía Goethe: “Todo lo efímero no es más que una parábola”.