Una vez tuve una pesadilla.
Me encontraba frente a una vasta tierra que se extendía en todas direcciones y cuyos límites no podía abarcar.
Un sol abrasador brillaba sin piedad, el agua escaseaba y la vida era insoportable. Y también había una profunda oscuridad, como una noche sin estrellas ni luna, que se lo tragaba todo.
Este interminable espacio estaba cubierto de arena y piedras, cardos y espinas, vegetación rala y retorcida que albergaba serpientes, escorpiones, arañas y ciempiés que acechaban en las sombras y cazaban insectos y pequeños roedores.
La topografía era extremadamente irregular, con montones de rocas que dibujaban el horizonte con sus picos oscilantes. Aquí y allá aparecían precipicios repentinos con grietas y cuevas que parecían desvelar las entrañas de la tierra.
Debía atravesar esta tierra en solitario, llorando bajo el sol abrasador y caminando a tientas en la noche oscura. Esta caminata por el desierto y el valle de las sombras era dolorosa, con su espinoso paisaje que me dejaba a merced de arañazos, caídas y heridas. En las grietas y pequeños escondrijos, animales venenosos se preparaban para morder y picar.
Entonces, reparé en una chispa de luz que brillaba apaciblemente enfrente. A su paso, las serpientes retiraron sus colmillos, las propias rocas perdieron sus afiladas aristas y las espinas se convirtieron en suaves y fragantes flores. Las arañas, escorpiones y ciempiés salieron a saludar a la luz junto a los demás animalillos; y seguían el rastro de rocío bendito que la luz errante dejaba tras de sí.
Inmediatamente reconocí el camino de esperanza que debía seguir y recordé el sagrado relato que hablaba de un pastor que portaba un cayado que consolaría a todos. Entonces, nada me faltaría. Estaría en verdes campos y un agua milagrosa refrescaría mi alma. La bondad y la misericordia se instalarían en mí y nunca más volvería a sentir hambre ni sed. Y cuando caminara por el valle de sombra y muerte, no temería ningún mal.
Sin embargo, me asaltó el dilema: ¿cómo voy a atravesar un terreno tan accidentado sin temer daño alguno? ¿Cómo voy a caminar sin lastimarme, cuando me tambaleo por alturas y precipicios, aferrándome a cactus y bordes rocosos? ¿Cómo voy a resistir esta luz cegadora y esta oscuridad impenetrable?
Un camino así exigía un compromiso de fe total, absoluto e incondicional. Pero, ¿cómo manifestar esta inquebrantable confianza?
Mientras mi mente se esforzaba en buscar una respuesta, mi corazón se helaba ante la posibilidad de perder de vista la chispa de luz. Sin embargo, por muy lejos que avanzara la luz, seguía estando al alcance de mis manos y mis pies.
Intentaba resolver el enigma cuando una esfinge pasó a mi lado y me dijo burlona: «Descífralo tú mismo o te devoraré». En aquel lugar tan insólito, pasé un tiempo indefinido y angustioso reflexionando sobre la verdadera fe.
De repente, la comprensión brilló como una luz desde mi interior, y entendí que tenía que atravesar el valle de las sombras con los ojos cerrados, porque no había mayor fe que esa.
Cuando cerré los ojos para dar el primer paso, descubrí que veía verdes y frondosos campos con mi ojo interior. De mi corazón rebosaba agua viva y el amor me sonreía. Desperté de la pesadilla y abandoné el desierto ilusorio de mi existencia; se fue la oscuridad de mi miedo y mi ignorancia.
He encontrado el camino interior iluminado por la luz resplandeciente e imperecedera, de la que emanan la fe, la esperanza y el amor absolutos. Este camino conduce al oasis del corazón, donde nos espera la Eternidad.