El cálculo de la felicidad es un recurso económico para medir el ingreso ideal que una persona debe tener para ser feliz. Su aspecto innovador estaría en el hecho de considerar que más dinero no necesariamente equivale a más felicidad. El ingreso ideal dependería, en última instancia, del lugar donde vive la persona y de su personalidad. Está claro que factores como el confort y la seguridad entran en la cuenta, pero son relativizados de acuerdo con el valor que la persona les da, lo que puede ser influido por el valor que se le atribuye a esas cosas en el medio en que vive.
Tomando la ya clásica dualidad entre «material» y «espiritual» (que es más didáctica que verdadera), es cierto que, desde una perspectiva espiritual, la felicidad no puede ser circunstancial. No se trata de arreglar algunos aspectos en la vida, tener un buen trabajo, una buena familia, una buena posición social, salud y todo eso, sino de descubrir lo que queda cuando se quita todo eso.
Para los que recorren un camino espiritual, no parece haber otra alternativa que considerar las cosas desde esa perspectiva. Las personas que no dan importancia a los asuntos espirituales tienen derecho a considerar el bienestar o la «calidad de vida» como felicidad. Sin embargo, lo hacen con muy poca propiedad, pues una característica esencial de la felicidad es que quien la tiene no puede perderla, debe ser una posesión plena, constante.
La felicidad para algunos filósofos
Los principales filósofos de la Historia concuerdan en que la felicidad debe ser algo pleno, incluso los que son considerados prácticos o contrarios al misticismo. Es el caso de Aristóteles, filósofo griego del siglo IV a. C. En su Ética a Nicómaco, él dice que, realmente, el ser humano necesita muchas cosas para ser feliz (una buena renta, buenos amigos, una buena reputación, etc.), pero que esas cosas solo contribuirán a la felicidad de alguien si la persona tiene virtudes morales y discernimiento, lo que se aprende con la práctica. Consecuentemente, los jóvenes no podrían ser felices ni morales, pues no tienen experiencia y son dominados por las pasiones; los pobres tampoco podrían ser felices ni morales, porque tienen que preocuparse por la supervivencia. O sea, en la visión de Aristóteles, la felicidad no es para todos. Para los griegos antiguos, era bastante natural pensar así.
Pero Aristóteles también sostiene que, aun dependiendo de bienes materiales, la felicidad no sería algo que se pudiera perder, pues, para que el individuo la perdiera, él tendría que cometer un error, pero si él es feliz, es porque es virtuoso y tiene discernimiento. Y si es virtuoso y tiene discernimiento, no comete errores.
La visión aristotélica de la felicidad va de la mano del pensamiento cristiano, que considera al ser humano un ser caído que, de forma natural, tiende al mal, incapaz de alcanzar la verdadera virtud por sí mismo y, por lo tanto, dependiente enteramente de Dios. Solo atendiendo a la llamada divina sería posible revertir esta situación, y aquellos que siguieran a Dios serían llenados por Él de una manera inconcebible.
Agustín, filósofo y teólogo del siglo V d. C., decía que la gracia de Dios es irresistible, es decir, desde cierto punto, no se trata de que el creyente quiera «servir a Dios», se trata de que no puede hacer otra cosa. Eso también sería una felicidad plena, ya que proviene de Dios, pero en este caso, totalmente independiente de las circunstancias.
Sobre esto, el filósofo alemán Gottfried Leibniz (1646-1716) escribió, en su Discurso de Metafísica (§14), que si repentinamente todo el mundo fuera destruido, incluyendo su cuerpo material, y solo quedaran su alma y Dios, la relación del alma con Dios permanecería intacta.
Felicidad y espiritualidad
Quien busca realización espiritual reconoce que carece de felicidad, pero si fuera necesario permanecer en la incertidumbre durante toda la búsqueda, sin ningún signo que indique que se está en el camino correcto, sería pedir demasiado del ser humano.
En el Evangelio de Juan, se cuenta que Jesús dice a Nicodemo:
El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, aunque no sepas de dónde viene ni adónde va. Esto sucede a todo aquel que ha nacido del Espíritu. (Juan 3:8).
La historia de los primeros cristianos proporciona ejemplos increíbles de la actuación de algo inexplicable en el ser humano. Basta considerar hasta dónde fueron capaces de ir por aquello en lo que creían: desde la paliza hasta la cárcel, siempre oyendo noticias del último apóstol muerto. La pobreza era el menor de los problemas. Se trata de un comportamiento incomprensible para los estándares humanos, pues la regla general es buscar el placer y huir del dolor. Quizás eran todos locos y fanáticos, pero si ese fuera el caso, no serían capaces de hablar de las etapas del camino que profesaban con tanta claridad y sobriedad, tal como hacen en las epístolas del Nuevo Testamento y en los documentos encontrados en Nag Hammadi en 1945.
En el Bhagavad Gita, Krishna (que revelaría a Arjuna su naturaleza divina), es aún más preciso en cuanto a los frutos de la espiritualidad. Él enumera las cualidades del yogui puro y describe su modo de pensar:
“Las acciones no aprisionan al que es dueño de sí mismo, el cual renunció a las acciones a través del yoga y cortó sus dudas a través del conocimiento.” (BG 4:41)
El «sí mismo» en cuestión es el tan buscado Atman de la tradición espiritual india. Sustrato último del ser, el Atman es el principio divino que está en todo, también llamado verdadero yo, en contraposición al falso yo que constituye la personalidad egoica del ser humano en su estado no despierto. Ser dueño de sí mismo, por lo tanto, significa superar la naturaleza particularizada del yo falso y situarse en la consciencia universal del verdadero yo, es decir, alcanzar el Atman.
En esta etapa, se dice que las acciones realizadas por el individuo son de un tipo diferente que no tienen la finalidad de aportarle beneficios, pero que se dan espontáneamente, sin cálculos, sin ansiedad, con su consciencia establecida en el Atman. Ese «renunciar a las acciones» es liberarse del karma, la cadena de causas y efectos que mantiene al ser humano prisionero.
Por último, el conocimiento resultante de la nueva conciencia, por ser conocimiento de la esencia de las cosas y no meramente de sus manifestaciones, es como una espada que corta las dudas e incertidumbres propias del ser humano. La persona espiritualmente realizada no se pregunta de dónde vino ni a dónde va, cuál es el sentido de la vida y demás cuestiones de ese tipo. Estas son preguntas del buscador, pero no de quien está comprometido en lo que ya ha experimentado.
La felicidad es posible
Al considerar todas estas declaraciones y relatos sobre la felicidad, es improbable que alguien no esté de acuerdo en que es algo realmente deseable y digno de ser tomado como el fin último de la vida. Sin embargo, desde siempre se han planteado dudas sobre la posibilidad de que algo de este tipo sea alcanzable.
Pero estas dudas son precisamente las reacciones del yo a la esperanza de plenitud, esperanza que el yo interpreta como amenaza, ya que consiste en la disolución del particularismo típico de la personalidad humana. El error del yo está en su identificación con ese particularismo. De ahí el intento de establecer un «cálculo de felicidad» para acallar su anhelo natural de plenitud, al mismo tiempo que se mantiene en el control, en la medida en que aún puede calcular.
La felicidad se hace posible tan pronto como la plenitud deja de ser una amenaza para el yo. Y se vuelve real tan pronto como el yo es consciente de su verdadera identidad inmerso en la plenitud.