Mucho antes del amanecer, el soldadito se despierta. Su cuerpo inmediatamente comienza a moverse en una serie de gestos precisos y regulares, repetidos cientos de veces. Se prepara a través de la meditación, las abluciones, el entrenamiento de fuerza, el condumio y la concentración. Mentalmente, recita los seis principios del guerrero. Por sí mismo, es solo un pequeño soldado pero, al servicio de su amo, el señor de la guerra, se convierte en guerrero. Se pone su armadura y se ciñe sus armas. Luego, exhala con un suspiro corto y sonoro todo lo que en él es debilidad; luego inhala, decidido, la energía de la valentía y el coraje. Está listo. Va a dedicar un nuevo día a la gloria de su señor. Esa es su suerte, su destino.
En la vida ordinaria, el soldadito es un trabajador en los muelles del puerto de la gran ciudad. Descarga contenedores de barcos supercargueros de todo el mundo, principalmente de Asia. No sabe lo que hay en los contenedores. Solo sabe su número y zona en la que debe almacenarlos, antes de que otro trabajador, en unas pocas horas, días o meses, los vuelva a mover para enviar el contenido a algún lugar del país, a un supermercado o a una fábrica. Para el soldadito, el mundo ordinario es solo un reflejo de la vida real. La vida real consiste en cumplir su misión. Ha nacido para esto. El puerto es el punto de partida de las conquistas. Los contenedores, que llegan en cargueros enteros, son unidades de valor y mercancías, adquiridas con gran esfuerzo. Son tesoros de guerra. Pero todos estos tesoros no son nada comparados con el muy noble ideal del señor de la guerra: el dominio absoluto de los siete reinos, inaugurando la edad de oro de la humanidad, el fin de los conflictos, las luchas, el hambre y la injusticia. El soldadito ya no será un soldado, sino un ciudadano libre del reino unificado. El señor de la guerra se convertirá en el señor de la paz. Bajo el poder de un solo amo, los siete reinos obedecerán a un solo régimen, el del “imperio de la naturaleza unificada”, en palabras de su amo. El objetivo está muy cerca. Seis reinos ya han sido conquistados. Solo queda uno. Y hoy es el gran día. El día de la conquista del séptimo reino, el Septentrión. Hoy el soldadito no descarga contenedores. Se está embarcando. El buque insignia está en el puerto. Muestra con orgullo el banderín de sangre y oro del conquistador. Después de revisar su equipo por última vez, camina hacia el enorme barco. A pocos metros del imponente buque naval, se detiene y mira hacia arriba. Veinte metros por encima de él puede leer en el casco, escrito en letras mayúsculas negras sobre un fondo pintado en el habitual gris militar: IMPERTURBABLE. De hecho, es la impresión que da. De repente, con un ruido metálico, se abre una escotilla en el costado de la cabina. El pequeño soldado se acerca. Luego, sin dudarlo, se adentra en la maquinaria más grandiosa y compleja jamás realizada: cables, tuberías, cilindros hidráulicos, compresores, poleas, mecanismos de todo tipo, circuitos impresos…, elementos perfeccionados a lo largo de las generaciones de soldados mecánicos que se han sucedido desde los primeros días de la fabricación del barco. Camina por un pasillo marcado por focos incrustados en el suelo. De habitación en habitación, piso tras piso, finalmente llega frente a una puerta cerrada. Al cabo de unos segundos, la puerta se abre de lado y un oficial le da la bienvenida al que será su dormitorio durante toda la travesía. Él no estará solo. Es un dormitorio de 500 camas y nadie sabe cuántos dormitorios como éste hay en la inmensa nave. Tantos pequeños soldados, como él, comprometidos a vida o muerte, por la conquista definitiva. Después de haberle mostrado su cama, la número 299-B, el oficial le dirige esta lapidaria frase: “Eres pequeño, pero eres útil”.
Una hora después, suena una sirena y el suelo tiembla. El barco está navegando. Una extraña sensación invade al soldadito, como si estuviera en un ascensor. Un mensaje resuena en los altavoces, “Vuelvan a sus camas inmediatamente, inmersión inminente”. ¡El barco del señor de la guerra es un submarino! El soldadito apenas tiene tiempo de instalarse en su cama antes de sentir que es arrastrado hacia las profundidades del océano, a una velocidad vertiginosa. En pocos minutos, el IMPERTURBABLE alcanza su profundidad de crucero, a 3200 pies.
En grupos de 30, los soldaditos van, por turnos, a la sala de entrenamiento, luego a las duchas, después a la cantina y de nuevo al dormitorio. Los altavoces transmiten mensajes de propaganda en forma de historias heroicas. A las diez de la noche, las luces se apagan. Debe dormir, porque el despertador suena a las tres de la mañana. El soldadito debe mantenerse en perfecta forma física y mental para la gran batalla. Sin embargo, no puede conciliar el sueño.
¿Qué está haciendo aquí, en las entrañas de este monstruo submarino? ¿Cambiará realmente su vida cuando el Septentrión sea derrotado, aplastado por un ejército de soldaditos?
¿Él es solo eso?, ¿un ser diminuto?. ¿Es su vida real una simple vida útil?
El soldadito se queda dormido ante estas preguntas que se hace por primera vez, y para las que no tiene ninguna respuesta. Pero ya las luces vuelven a encenderse, la música de marchas militares resuena en los altavoces. El soldadito se cuadra, como todos los demás.
Para él, ya no se trata de meditar sobre el noble significado de su lucha. La máquina de guerra infernal se ha puesto en marcha. Él, un pequeño soldado, muy pequeño, diminuto, está enrolado en un conflicto en el que se siente ajeno. Peor aún, él no quiere esta guerra. Odia en quien se ha convertido. Por supuesto, quiere pelear, pero para finalmente ser libre, libre de una vida miserable en la que no encaja. No se siente como en casa. Por eso ha seguido el camino del señor de la guerra. Pues, según sus principios, el caudillo debería conducirlo a la libertad que tanto anhela. Pero ahora se encuentra a sí mismo como un pequeño pero útil peón en una estrategia que ha sido ingeniosamente ideada, sin su conocimiento. ¿Por cuánto tiempo? ¿Durante años, siglos, milenios, ciclos astronómicos? Pero, ¿de dónde vienen estos pensamientos? También le parecen extraños.
“Es la llamada del Septentrión”, escucha en su corazón…
Un día más para levantarse, hacer ejercicio, ducharse, comer y luego descansar. El pequeño soldado obedece. No es diferente de los demás. Él es simplemente… llamado por otra cosa. Pero el señor de la guerra no lo ha olvidado. Mientras el submarino inicia, muy paulatinamente, con una lentitud calculada, el ascenso hacia las afueras de la isla de Septentrion, se convoca al soldadito. Un oficial con uniforme blanco y negro de la guardia personal del señor lo conduce a la sala de control de la nave. El capitán está allí. Lo está esperando. El soldadito solo distingue su silueta. Está petrificado por un miedo que nunca antes había sentido, como un joven antílope que se enfrenta a un león unos segundos antes del desenlace fatal.
Pero tan pronto como le habla, el miedo se convierte en confianza.
“Hoy es un gran día, el día en que tu más íntimo deseo se hará realidad. Su preparación está completa. Estas listo. Cierto, no salió como pensabas. Pero la libertad tiene sus propias exigencias. Te has transformado. ¿Eres consciente de ello? Dentro de ti nace el poder del control sobre tu vida. ¿De verdad creías que eras pequeño y útil? No, eres tú mismo, y nadie puede juzgarte o decidir por ti lo que es útil o no. Hoy te ofrezco tu herencia, el reino de las siete tierras. Para esto, debes revelarte en la lucha final que nos hará absolutamente libres. Tienes la fuerza. ¿Pero tienes el deseo, la voluntad? Hasta ahora, has sido útil. Ahora eres imprescindible. Sin ti es imposible derrotar al Septentrión. Ahora ponte la armadura y prepárate para conquistar tu libertad”.
A lo largo de su breve discurso, el señor de la guerra había permanecido en la oscuridad de la sala de control. En esta aura oscura, se podían distinguir dos cuentas de sangre y oro, terriblemente inquietantes. Los ojos, fijos en un punto específico por encima de la cabeza del soldadito, como si no le miraran a él, sino a otro mucho más grande.
La puerta de la sala de control se abrió y el oficial lo condujo de regreso a su dormitorio, cama 299-B. Entonces llegó el momento. Mientras se ponía la armadura, pensó en las palabras del señor. Tenía la fuerza, pero ¿tenía el deseo, la voluntad? Una pregunta crucial, vital, ineludible. Antes de comprometerse en cuerpo y alma a la lucha, debía responder a esta pregunta. Si no, la lucha respondería por él. Sí, algo en él había cambiado. ¿Por esta preparación en particular, o era otra cosa? Pero, ¿qué era…?, ¿la llamada del Septentrión? ¿Esa extraña pregunta sin respuesta?
Se puso la armadura y colocó su fiel espada en la vaina a su lado izquierdo. Era una situación inédita y anacrónica: un diminuto soldado con armadura, portando un sable, en un enorme submarino, dispuesto a luchar contra una patria que le había llamado en su corazón.
El submarino emergió y el ejército del señor de la guerra se abalanzó sobre las costas de la isla. Septima, la capital, estaba cerca. Los habitantes de Septentrion no se opusieron. Los guerreros avanzaban por tierras conquistadas. Por muy poderoso que fuera, algo estaba molestando al señor de la guerra. Montado en su tanque real en sangre y oro, tenía el ceño fruncido y parecía descontento. Ordenó algunas ejecuciones, para dar ejemplo. Pero cuanto más avanzaba con su invencible ejército hacia la capital de la última región que nunca había sido conquistada y que no ofrecía resistencia, más sentía que su sed de poder lo abrumaba. Y ningún submarino podría haberlo protegido de esta inmersión. Así que dio rienda suelta a su ira. El pequeño soldado había desenvainado su espada. Él tenía la fuerza. Su deseo y su voluntad ahora le fueron impuestos por su amo. Las puertas de la ciudad de Septima se resquebrajaron bajo el ariete. Pero esta locura agresiva era vana e innecesaria. El IMPERTURBABLE ya no hacía honor a su nombre. Una perturbación irreversible había ocurrido en el sistema del muy poderoso señor de la guerra. Un pequeño (pero muy útil) defecto en la armadura que se consideraba invencible. Un punto débil, inmemorial e inalterable, del que el señor de la guerra no puede prescindir. Porque sin este punto débil, ninguna conquista es posible. Una grieta lo suficientemente ancha como para dejar pasar un suspiro de no combatividad.
El soldadito deambula por la ciudad en busca de un enemigo al que derrotar: el precio a pagar por su libertad. Pero la ciudad está desierta con un vacío intenso y conmovedor. En el recodo de un callejón ve a un anciano vestido con harapos, y sentado en una vieja alfombra desgastada por las cuatro esquinas. El soldadito se le acerca y le grita: «¿Quién eres y qué haces aquí, cuando todos los habitantes de la ciudad han huido?»
“Soy el único habitante de esta ciudad”, responde el vagabundo. Si tal es tu deseo, si tal es tu voluntad, y si tienes la fuerza, entonces toma mi vida y a su vez te convertirás en el único amo. Esta ciudad es tu hogar, esta isla es tu patria. No importa cómo llegaste aquí. Has oído en tu corazón el llamado del Septentrión, y lo has respondido. Ningún poder, ningún señor, puede competir con ese llamado. El Septentrión no puede ser sometido, ni conquistado, mientras su llamada se escuche en el corazón de un solo soldadito. Te dejo las llaves de la ciudad. No te pertenece, pero ahora tienes las llaves. Sube a las murallas, contempla la extensión de tu reino, mira al señor de la guerra que, no habiendo encontrado aquí nada que le interese, regresa, encaramado en su imperturbable pero inútil nave. Él piensa: «No me importa, encontraré otro soldadito, siempre encontraré uno». Cree que puede seguir contando con seres diminutos para satisfacer su sed de poder indefinidamente. Pero tú, ya no eres un soldado diminuto. Eres un habitante de la tierra natal de Septentrion. La vida real te tiende los brazos, la vida inmensa, sin límites y sin guerra.