En su monumental Estudio de la Historia, una vasta obra de doce volúmenes en la que trabajó durante casi treinta años, el historiador del siglo XX Arnold Toynbee sostenía que las civilizaciones triunfan o fracasan según un determinado patrón. Llamó a este patrón «desafío y respuesta». Surgen ciertas crisis que la civilización debe afrontar y superar. No hacerlo conduce a su colapso. A primera vista, esta observación parece obvia, pero hay algo más. Las crisis y los desafíos tienen formas y tamaños diferentes, y lo importante en la visión de la historia de Toynbee es el tipo de crisis a la que se enfrenta una civilización, porque es esto lo que determinará su respuesta.
Al hablar aquí de «tipo», a Toynbee no le preocupan tanto los detalles concretos de la crisis, ya sea económica, medioambiental, natural o provocada por el hombre, como cuando una nación invade a otra, lo que hemos visto en los últimos tiempos. Lo importante para Toynbee es el nivel o grado de la crisis, por grande o pequeña que sea. ¿Por qué es importante? Porque Toynbee reconocía que esto marcaba la diferencia.
Si una crisis es demasiado grande, entonces la civilización no logra reunir la respuesta necesaria y colapsa con bastante rapidez. Pero si la crisis es demasiado pequeña, no lo bastante grande, la civilización la supera con demasiada facilidad, se vuelve complaciente y empieza a dormirse en sus laureles. Se produce la decadencia y la civilización se hunde lentamente. Podemos decir que uno es un colapso rápido, el otro una desintegración suave pero constante.
Puede que no haya mucho donde elegir entre estas dos formas de lo que podríamos llamar «fracaso de la civilización», pero Toynbee también creía que si el reto es «justo», ambas pueden evitarse. Aquí es donde entra ‘Ricitos de Oro’, aunque el propio Toynbee no se refiriera a ese enigmático personaje de cuento de hadas. Porque si el desafío es lo suficientemente grande como para obligar a la civilización a realizar enormes esfuerzos, pero no tan grande como para verse abrumada por él, entonces la civilización puede superarlo y pasar a un nivel superior. El reto ha sido «justo el adecuado», igual que en el cuento de hadas lo fueron para Ricitos de Oro en casa de los tres osos, el tazón de avena caliente (ni demasiado caliente ni demasiado frío) y la cama óptima (ni demasiado blanda ni demasiado dura).
Podemos decir que el desafío apropiado obliga a la civilización a crecer, al igual que los desafíos de nuestras vidas individuales lo hacen con cada uno de nosotros. En su notable obra A Vision –que presenta una perspectiva de la historia no muy distinta de la de Toynbee– el poeta W. B. Yeats tenía algo parecido en mente cuando hablaba de «los hados», las fuerzas que están detrás de nuestro destino individual. En los individuos, la tarea de los hados es «llevar al ser humano elegido al mayor obstáculo que pueda afrontar sin desesperarse». Así que podemos decir que, si Toynbee y Yeats están en lo cierto, entonces lo que se necesita para nuestro crecimiento tanto colectivo como individual son retos que sean «justo los adecuados», just right.
Hoy no estamos, ciertamente, desprovistos de desafíos. Pareciera que cada día aparecen nuevos. Abarcan todo el espectro de crisis. El cambio climático, el desastre económico, la agitación social, las epidemias, la guerra, los conflictos civiles, la corrupción política, las migraciones masivas, las hambrunas, son sólo algunas de las dificultades a las que se enfrenta gran parte del mundo mientras nos acercamos al final del primer cuarto del siglo XXI. Parece que hemos entrado en lo que Toynbee llamó una «época de problemas», cuando los desafíos que una civilización no puede evitar asoman la cabeza.
¿Qué habría pensado Toynbee de todo esto? Podemos suponer que no pensaría que los desafíos a los que nos enfrentamos no son suficientemente grandes. Pero, ¿habría pensado que son demasiado grandes?
Toynbee murió en 1975, hace casi medio siglo. Muchas de las crisis a las que nos enfrentamos ahora acababan de empezar entonces, o al menos nuestra conciencia de ellas. Hacia el final de su vida, cuando se le preguntó su opinión sobre lo que estaba por venir, Toynbee admitió que se alegraba de salir de la escena y no de entrar en ella. Su consejo a los que quedaran tras su marcha, era «aferrarse y esperar». No son palabras muy esperanzadoras, pero Toynbee sabía que es mejor enfrentar con honestidad una «época turbulenta» que con falso optimismo.
Si nos enfrentamos a lo que podríamos llamar una deshonrosa crisis, ¿qué ocurre con nuestra respuesta? También ésta puede adoptar diferentes formas. Están, por supuesto, los diversos planes y proyectos racionales, prácticos y utilitarios diseñados para hacer frente a nuestras crisis de una manera razonable y «científica». Se proponen varias soluciones tecnológicas, así como cambios sociales a gran escala, que implican alteraciones en el «estilo de vida» y los hábitos alimentarios de la gente. Se sugiere, cuando no se exige, la reducción del consumo de petróleo y de otras sustancias supuestamente nocivas, de las que nuestra civilización se ha hecho dependiente.
No sabemos cuán efectivas pueden ser estas respuestas, y la reacción de la gente ante ellas varía mucho: desde la complaciente aceptación de nuestra inevitable extinción hasta la insistencia fanática en adoptar inmediatamente las medidas más estrictas para evitarla. Muchas personas, si no la mayoría, se sitúan en algún punto entre estos extremos; sé que ésa es la posición que yo ocupo.
No puedo decir que tenga respuestas a estas cuestiones. Me pregunto, sin embargo, si la respuesta necesaria para afrontar nuestros desafíos –suponiendo que seamos capaces de afrontarlos– vendrá de alguna parte que no sea en este sentido, o de algún sentido del que seamos siquiera conscientes, a nuestra manera habitual.
¿Qué quiero decir con esto? El psicólogo C. G. Jung tenía una idea similar al «desafío y respuesta» de Toynbee en lo que respecta a la psique humana. Jung reconocía que, aunque tengamos un deseo consciente de cambiar, de librarnos de alguna neurosis debilitante o de alguna falta personal, la mayoría de las veces esto no basta para liberarnos de la parálisis que mantiene el mal hábito en su lugar. Pero una crisis que nos enfrente a la necesidad absoluta de hacerlo puede sacudir el inconsciente y liberar la energía psíquica necesaria para romper el hábito. La razón, las buenas intenciones y otros incentivos conscientes fracasan, pero cuando la vida se ve seriamente amenazada, la psique responde. Conoce al ego consciente como el cobarde vacilante que es. Pero reconoce una necesidad real cuando la ve.
No puedo imaginar que nuestro inconsciente –el personal, pero también el colectivo, el social– no sea consciente de nuestra situación. No podemos insistir en que responda como nos gustaría, pero podemos prestar atención y ver cuál puede ser esa respuesta, si es que la hay. Creo que habrá una respuesta y que surgirá en los individuos, no en los movimientos de masas, ni en los líderes políticos, ni en alguna forma de tecnología, sino en la conciencia de diferentes personas de todo el mundo. No necesariamente se conocerán o serán conscientes de lo que les está ocurriendo, y el cambio que se produzca en esas personas puede que, al principio, sea más una carga que una bendición. Pero se sentirán diferentes y su visión de las cosas será distinta de la de quienes les rodean. Y es muy probable que esto les haga la vida aún más difícil.
Colin Wilson, un escritor que me ha influido mucho, llama a esas personas «forasteros» (outsiders). Son individuos, hombres y mujeres, que tienen un apetito de sentido y propósito que nuestro modo de vida, cada vez más mecanizado y «robotizado», no puede proporcionarles. No se conforman con pantallas de televisión más grandes, teléfonos móviles más sofisticados, ordenadores más avanzados o los últimos avances en inteligencia artificial. Saben que la vida es algo más que esas cosas, por muy útiles que sean. No siempre está claro qué podría ser ese «algo más», y su necesidad de satisfacer su profunda hambre de sentido puede llevarles a extrañas y a veces peligrosas búsquedas. Pero los momentos en los que se sienten verdaderamente vivos, verdaderamente reales, sean como sean, son más importantes para ellos que cualquier otra cosa.
Una sensibilidad similar alimenta a los individuos que el psicólogo Abraham Maslow, gran influencia de Wilson, llama «autorrealizadores». Maslow, uno de los fundadores de la psicología humanista y existencial, es probablemente más conocido por idear lo que llamó una «jerarquía de necesidades». Maslow reconocía que nos motiva satisfacer ciertas necesidades básicas, compartidas por todas las personas, cualquiera sea su origen. En primer lugar está la necesidad de alimento. Una vez satisfecha ésta, sentimos la necesidad de cobijo, un hogar de algún tipo, aunque sólo sea una habitación. Después viene la necesidad de una relación, de amor y sexo, una pareja. Por último, está la necesidad de lo que Maslow llamó «autoestima», la buena opinión de los demás, ser reconocido y apreciado por ellos.
Todo esto es lo que Maslow denominó «necesidades de carencia»; algo de lo que carecemos. Pero en la cima de su jerarquía, Maslow situó un tipo diferente de necesidad. No se trata de la necesidad de algo que no tenemos, sino de la necesidad de utilizar lo que poseemos. Se trata de una «necesidad creativa», la necesidad de emplear nuestras energías en algún propósito, algún fin en sí mismo; no un propósito utilitario, sino creativo.
Maslow creía que todos somos capaces de alcanzar este nivel, al que llamó «autorrealización». Pero en sus últimos años se entristeció al darse cuenta de que no todo el mundo lo hace. Esto no se debía a que condiciones adversas lo impidieran. Maslow sabía que muchas personas que se autorrealizan proceden de entornos difíciles –él mismo lo hizo–, mientras que muchas personas que proceden de entornos pudientes, cómodos e incluso comprensivos, no se autorrealizan o, al menos, no muestran interés en hacerlo. Muchos de nosotros, si no la mayoría, nos conformamos con mantenernos en el nivel de autoestima, y yo diría que desarrollos recientes, como las redes sociales, son una prueba de ello. Muchos de nosotros pasamos gran parte de nuestro tiempo publicando cosas en Internet y compitiendo con otros por los «me gusta», intentando destacar momentáneamente en medio de la «corriente» de «contenido» continuo. Somos especiales y queremos que los demás lo noten, al tiempo que notamos lo especiales que también son ellos.
Esto puede parecer una perspectiva sombría, pero creo que, en realidad, sugiere algo positivo. Porque si muchas personas en nuestra civilización global ocupan el peldaño de la autoestima en la jerarquía de Maslow, eso sugiere que un número bastante grande debe habitar el nivel de autorrealización. Puede que no oigamos hablar de ellos, pero eso tiene mucho sentido. Porque, mientras que los que satisfacen su necesidad de autoestima atraen toda la atención posible sobre sí mismos, los autorrealizadores trabajan solos. Están demasiado ocupados haciendo realidad sus posibilidades creativas como para informar sobre ello. Al igual que los «forasteros» de Wilson, los autorrealizadores suelen ser solitarios y estar más interesados en lo que les pasa por la cabeza que en lo que les ofrece el último pan y circo de las redes sociales.
Creo que si Toynbee, Yeats y Jung tienen razón, y si los «hados», sean quienes sean, nos han llevado al «mayor obstáculo al que podemos afrontar sin desesperación», entonces es en estos personajes, los «forasteros» y los autorrealizadores, donde surgirá la respuesta necesaria para superar este obstáculo. Y la respuesta será la propia vida de estos individuos, cómo viven, sus valores, lo que es importante para ellos y encarnarán el tipo de seriedad y creatividad necesarias para afrontar lo que se avecina.
También me gusta pensar que, aunque estos «forasteros» y autorrealizadores no se conozcan, están trabajando por el mismo objetivo. Del mismo modo que las partículas elementales que antes estaban en contacto entre sí, pero que ya no lo están, siguen «sabiendo» lo que hacen las demás (mediante el fenómeno del «entrelazamiento cuántico») y del mismo modo que las neuronas del cerebro implicadas en las mismas operaciones se disparan simultáneamente, aunque no estén contiguas, ¿no podría ser que las acciones de estas personas individuales, dispersas por todo el mundo, se sumaran a algo más que ellas mismas?
Qué es ese algo más, no puedo decirlo, aparte del posible surgimiento de un crecimiento de la consciencia. Ciertamente, no se me ocurre ninguna otra respuesta adecuada a los desafíos a los que nos enfrentamos. Esperemos que, cuando llegue, sea «justo la adecuada».