El siglo XXI será espiritual o no será.
(André Malraux)
Lo que la oruga llama «catástrofe», el visionario lo llama «mariposa».
(Proverbio chino)
Abro un grifo y el agua fría o caliente, totalmente potable, fluye en abundancia. Presiono un interruptor al final del día y una luz se enciende instantáneamente, iluminando cuanto sea necesario todas mis actividades nocturnas. ¿Se acerca el otoño y el invierno? Un calor suave emana de los radiadores sin que yo tenga que hacer el menor movimiento. Viajo en coche, utilizo muchos dispositivos eléctricos que se supone que hacen mi vida más fácil, me comunico en tiempo real con todo el mundo, etc. También soy una persona muy activa. Todo esto es un lujo asombroso, inimaginable hace solo un siglo: un parpadeo en la historia del homo sapiens.
Pero todas mis comodidades materiales tienen un precio: la esclavitud de tres cuartas partes de la humanidad, condenada a la pobreza, el hambre, las epidemias de todo tipo, el éxodo, la inestabilidad social y la violencia; la devastación de los bosques, la perturbación general del clima, la muerte de los océanos, la creciente esterilidad del suelo, etc. Todo esto también era inimaginable hace solo un siglo.
Vivo en esta civilización occidental, pertenezco a ella física y culturalmente, me beneficio de sus ventajas, sufro sus desventajas. Es «mi» civilización. Yo soy uno con ella, para bien o para mal. Por lo tanto, comparto plenamente, solidariamente, la responsabilidad de su impacto en el planeta y en la humanidad.
Es nuestra propia necesidad de seguridad lo que nos ha sumido en tal peligro global. El predominio de la comodidad sobre la ética, del disfrute inmediato de lo material sobre la apertura a la espiritualidad, ha cavado nuestra fosa común. Hemos caído en nuestra propia creación.
Por supuesto, el actual estado de crisis multifacética nos empuja ciegamente a buscar a los responsables, a los culpables: líderes políticos, lobbies industriales, finanzas globalizadas, «gobiernos en la sombra», etc. De este modo intentamos deshacernos de nuestra parte de responsabilidad, para culpar a las autoridades, a las instituciones, cuyos representantes hemos elegido. Pero todos participamos de esta civilización, con sus valores, con su forma de organizar la vida en la Tierra.
Los valores que subyacen en nuestra civilización (crecimiento infinito, individualismo, competencia, dominio de la naturaleza), se pueden resumir en una palabra: ego. El ego ávido de crecimiento a todos los niveles, indiferente al sufrimiento ajeno, muy atento al propio y rápido en frenarlo, en cuanto aparece, con todos los medios a su alcance, sea cual sea el precio a pagar (preferiblemente por los demás), sean cuales sean las consecuencias para el planeta. El ego es voluntariamente ciego a sus propios límites, a su mortalidad, obsesionado por su interés inmediato, posiblemente a expensas de todo y de todos.
Los placeres y las distracciones «segregadas» por nuestra civilización no son más que la expresión hueca de una huida del sufrimiento, un rechazo de lo obvio, una negación de la muerte. Paradójicamente, esta «civilización del ego» aumenta considerablemente el sufrimiento general del mundo y de la humanidad, incluso dentro de ella; revela sus defectos y contradicciones un poco más cada día, y esparce la muerte sobre todo lo que monopoliza.
El ego es depredador por naturaleza. Su sed de poder, riqueza, reconocimiento y placer, es insaciable. Devora para crecer; está en su ADN. La crisis que atravesamos no se debe a una organización política fallida, a la corrupción de los funcionarios electos, a la agresividad conquistadora de los grandes grupos industriales, a la codicia de los banqueros y accionistas, al derroche y a la irresponsabilidad ecológica de todos, al resurgimiento del fanatismo religioso o a aislamientos basados en la identidad. No, todas estas manifestaciones claramente observables son sólo síntomas de un mal más profundo, de un virus universalmente extendido y devastador: el ego.
Una de las particularidades de este «virus» es que sigue siendo ignorado por los más afectados por él. Oculto en lo más profundo del ser humano, permanece inaccesible a su mirada mientras este permanezca orientado hacia el exterior. Otra de sus particularidades es que parece inherente al ser humano, como un componente intrínseco. Pero otro componente intrínseco de la especie humana es su búsqueda de la verdad sobre la vida, su vida. Desde tiempos inmemoriales, en todos los continentes de nuestro planeta, buscadores espirituales de todos los ámbitos de la vida se han desprendido de la seducción hechizante de las apariencias y han aprendido gradualmente a dirigir su mirada al interior, descubriendo así la causa de todos sus males.
La aniquilación del ego es una constante en todos los caminos espirituales. En cada época, en cada lugar, hay un «pequeño número» de individuos implicados. Pero, vistos desde la perspectiva de varios milenios y a escala planetaria, estos buscadores de la verdad constituyen una «masa» impresionante. Algunos han dejado huellas (tradiciones orales, escritos, monumentos…), otros no. No han resuelto los problemas de su tiempo, de su civilización; ni han abrazado sus sueños y ambiciones; simplemente dejaron de alimentar la causa dentro de sí mismos. Unos pocos han dado testimonio de esta realización interior a través de enseñanzas que en ocasiones han tenido un fuerte impacto en las creencias y representaciones de la especie humana. La mayoría lo ha atestiguado simplemente por su estado de ser, por una actitud radicalmente diferente hacia los acontecimientos y sus contemporáneos.