¿Quién soy yo?
A esta pregunta se puede responder:
“Soy el Sr. X o la Sra. Y. Tengo tal edad y tal formación. Tengo estas cualidades, estos defectos y estas características. Soy brasileño, afrodescendiente, argentino, lo que sea…”
Pero la pregunta siempre permanece: ¿Cuál es la verdadera identidad de mi ser? ¿Quién soy yo?
Ya a una edad temprana, empezaron a surgir en mí sentimientos, pensamientos y deseos. No recuerdo exactamente cuándo empecé a tener convicciones sobre las cosas, a entender que creía o no creía en ciertas ideas, o por qué tenía la necesidad de sentirme seguro en algún grupo identificándome con su ropa y sus lenguajes, especialmente con amigos y personas de mi entorno social.
A lo largo de mi adolescencia, nunca tuve claro por qué decidí adoptar una determinada apariencia, ni cuándo empecé a buscar tal o cual placer, ni qué me producía el dolor y la rabia que sentía.
No sabía muy bien cuándo empecé a tener dudas sobre aquello con lo que realmente me identificaba.
Buscaba dentro de mí las razones por las que decía ciertas cosas, por las que me interesaban o no ciertas situaciones. Todo era muy confuso para mí.
Luego vino una fase más madura de la juventud, una fase en la que empecé a tener contacto con diferentes corrientes de pensamiento, a refinar mi expresión verbal y a identificarme con ciertos profesores, autores, filósofos, artistas y gente de la política. Recuerdo bien que empecé a buscar respuestas convincentes, incluso para consolidarme en mi entorno social y asegurarme de quién era realmente. Pero seguían siendo pensamientos muy nebulosos. Realmente quería conocerme a un nivel más profundo.
¿Qué es el autoconocimiento?
Luego, en mis reflexiones, me encontré con el término “autoconocimiento», como si fuera un signo mágico. Sentí la necesidad de comprender su influencia en mí, casi como una necesidad intransferible. Busqué en la filosofía, en la psicología, en la literatura.
Fue entonces cuando, en una conversación con otros jóvenes, oí la palabra de alguien muy especial para mí, que me hizo tomar conciencia de la siguiente cuestión:
«El autoconocimiento es fundamental en la búsqueda interior, pero no es algo que provenga del estudio de libros, de orientaciones intelectuales bien organizadas en las que aprendemos sobre nuestro yo. Todo eso tiene una importancia relativa. El autoconocimiento es una certeza íntima y personal que nace de la presencia de la fuerza del Espíritu en todo nuestro sistema interno, en nuestra sangre y en nuestra alma. Es la presencia viva de una fuerza circulante del Espíritu en la propia alma, como una posesión fundamentada y reconocida.»
Entonces empecé a comprender. El autoconocimiento no es un atributo automatizado en la consciencia humana, sino una fuerza viva que impulsa y posibilita una consciencia creciente de uno mismo. Se trata de la estrella personal, lo que se es de verdad, sin etiquetas, sin falsas imágenes de uno mismo, sin infravaloración o sobrevaloración de lo que somos.
Cuando buscamos una comprensión más profunda de nosotros mismos, tenemos que empezar por situarnos en una observación más íntima de nuestro verdadero estado, nuestro carácter y nuestros deseos más íntimos. Necesitamos observar las intenciones detrás de nuestras acciones, nuestro verdadero carácter y, a partir de esta observación, generar una evaluación honesta de quiénes somos realmente.
Cuando observamos nuestros pensamientos y las verdades que se esconden detrás de todo, debemos pensar, no solo en nosotros mismos, sino también en nuestros semejantes y en las personas de nuestros entornos más cercanos e íntimos. Entonces podemos empezar a ver que existe todo un espectro de imágenes sobre nuestra realidad y sobre los demás, sobre la sociedad, sobre el mundo y sobre la humanidad. Estas imágenes se construyen en los fértiles campos de nuestra imaginación, mediante conceptos e ideas cuyos orígenes no siempre conocemos.
Nacen sin que ni siquiera tengamos claro su origen o naturaleza. Simplemente aceptamos lo que nos llega de nuestro entorno exterior y construimos, sin cuestionarlo, ideas a partir de esas experiencias.
Y todo este mar de ideas se conforma gradualmente en mas imágenes y autoimágenes que -concluimos– somos nosotros mismos u otros.
La consciencia egocéntrica está hecha sin ninguna profundidad. Construye pseudo-verdades, las cree y confía en ellas de forma inconsciente. Somos creyentes inocentes del mundo interior al que dejamos que crezca y nos controle. Este marco lo reforzamos nosotros mismos a lo largo de nuestra vida. Clasificamos poco a poco aquello que nos parece más real y verdadero.
Todo ello porque lo que más desea nuestro ser es seguridad. Y, en nuestro deseo de seguridad, adaptamos una imagen de nosotros mismos lo más real posible.
Pero, ¿es todo realmente cierto?
¿Este mundo que construimos –nuestro tipo, nuestra herencia familiar, nuestras ideas sobre las personas y los lugares–, se basa realmente en verdades incuestionables?
¿No hay lugar para que dudemos de todo eso?
¿Somos realmente la personalidad que creemos ser?
En la seguridad transitoria de nuestras vidas, nos valemos de todo tipo de pequeñas y frágiles verdades para poder acallar la voz más fuerte de nuestro interior: la incertidumbre de la vida y el miedo a la muerte.
Así, nuestra psique, nuestro «yo soy» se aferra a una frágil narrativa de ser alguien, de ser un «yo».
Pero la pregunta sigue siendo: ¿qué sé realmente de mí mismo?
Esta pregunta solo puede responderse cuando dejamos de establecer como verdades interiores el mundo de imágenes, ideas y conceptos creados por nosotros mismos; cuando conseguimos despejar todo esto y abrir un espacio de silencio en nosotros, para bajar a la raíz de nuestros sentimientos, a las raíces de nuestro carácter, de nuestro corazón, donde encontramos el centro de lo que verdaderamente somos.
Y cuando logramos abrir este espacio de silencio, donde la confusión de ideas, conceptos, imágenes y deseos ya no están presentes, podremos, consecuentemente, alcanzar la serenidad que proviene de la base central de lo que verdaderamente somos. Y, ciertamente, nos sorprenderemos al descubrir que lo que somos no representa ninguna postura adquirida, ninguna forma de autoprotección para la naturaleza de nuestro ser.
Entonces seremos libres, porque el yo original, puro y verdadero no está comprometido con ningún pensamiento, con ninguna relación, con ninguna idea.
Podemos decir entonces que el verdadero autoconocimiento no es ni contenido, ni idea, ni concepto abstracto.
El verdadero autoconocimiento no tiene nombre ni se identifica con cosas efímeras y externas. Es silencio; calma y no compromiso.